viernes, 16 de mayo de 2014

Néboa

Volví pasado mucho tiempo a aquel lugar que perduraba en mi memoria como una imagen nítida pero que a su vez se difuminaba y confundía en un juego de luces y sombras entremezcladas. tan pronto me parecía que la última vez que lo visité la noche cerrada me envolvía y de vez en cuando lo recuerdo como una explosión de infinitas y pequeñas luces que, brillando todas a la vez, me cegaban.

Está claro que no son las confusas imágenes que conservo las que me hacen recordar mi última visita a aquel lugar apartado y tranquilo. Son las sensaciones que experimentaba a medida que recorría los polvorientos senderos que surcaban la colina y que ahora mis pies recorrían de nuevo. El sonido de las olas batiendo contra las rocas parece haberse mantenido igual, constante y continuado, como si el mar siguiera golpeando la tierra siempre con la misma cadencia, siempre con la misma fuerza y, sobre todo, para siempre. Aquel sonido furioso de las aguas, el mismo que escucho mientras escribo estas líneas, llevaba reverberando en la playa desde hace siglos. Estaba allí antes de que ningún ser humano pisara aquellas tierras y probablemente siga ahí cuando nos hayamos ido.

Esta mañana este lugar, sagrado para quienes, como yo, lo contemplamos con ojos de niño y de hombre al mismo tiempo, parece un lugar diferente. Ya no hace calor y el viento se hace sentir, enfriando los cuerpos y resonando en mis oídos. La fria piedra parece congelada en el tiempo y mira al hombre que soy con el desprecio de quien se sabe inmortal.

Así pues las tres estatuas monolíticas que en círculo clavaban sus pétreas pupilas, talladas a cincel en el granito, sobre mi perecedera carne mortal. Nuevamente me siento juzgado por ellas, como ocurrió durante mi anterior visita, pero en esta ocasión ya no mee atenaza el miedo sino que en este santuario culmino un largo y difícil camino para rendir ahora cuentas ante aquellas tres piedras ataviadas con ornamentos de bronce y hierro.

Pero hoy es la niebla la que todo lo invade. Engulle la realidad a mi alrededor manteniéndose fuera del círculo que forman las estatuas. La vista no alcanza a ver gran cosa y solo puede distinguirse la base de la poderosa torre que corona la colina. Su cuerpo esbelto y regio queda rodeado por la caricia suave y húmeda de la niebla. No hay palabra para explicar lo que siento mientras contemplo como el mundo desaparece en torno a mí, envuelto en ese manto gris pálido que lo baña todo de plata y acero.

Poco a poco dejo que la niebla me rodee y envuelva, pasando a ser uno con ella. Ya no puedo ver las estatuas y solo escucho el furioso ruido del mar contra las rocas. Noto como la tierra palpita como si me llamara a formar parte de ella y yo me dejo llevar, a su acogedor abrazo dejando que mi espíritu y mi mente se fundan con este pequeño refugio, santificado y divinizado por los sueños de aquellos jóvenes que ansiaban cambiar el mundo tratando de llevar la paz que habían encontrado en aquel rincón a todo el Mundo.

Si algo tengo seguro es que cuando llegue le día de marcharme estaré junto al mar.