viernes, 30 de marzo de 2012

Al despertar.

Cuando despertó sentía magulladuras en todo el cuerpo. Desde el cuello hasta las piernas no sentía un solo músculo. Pero no había dolor. O no existía o no era capaz de asumirlo. Lo primero que vio fueron sus piernas, ensangrentadas, al igual que sus brazos, que presentaban numerosos cortes. Veía mal con el ojo izquierdo y un torrente de sangre que bajaba desde su cabeza nublaba la vista del derecho.

¿Cómo había llegado a esto? No dejaba de preguntárselo. Tenía serias dudas de cual había sido el primer golpe. Sí tenía claro cual le había dolido más, y no era ninguno de los que había recibido sobre el cuerpo. Recordaba, recordaba  la noche anterior. El vino había corrido en abundancia, los lugares habían sido variados. Era difícil acordarse. Un repentino dolor de cabeza le sobrevino y sintió náuseas. Estaba tumbad sobre una fría piedra gris, en lo que intuía era un monasterio, por las pinturas de la pared. Dos monjes junto a él lavaban toallas y ordenaban sus cosas. ¿Cuándo había llegado aquí?

Trató de ponerse en pie, sintiendo un dolor terrible en el espinazo. Su columna se sacudió como un látigo y todas y cada una de sus vértebras crujieron casi al unísono. Realmente se había hecho daño. Poco a poco las sombras de su mente iban cobrando forma. Recordaba cuatro figuras, podridas en alma y cuerpo. Recordaba destellos, confusión y caos. Sonido de espadas gritos y luego silencio mientras el sabor de la sangre llegaba a su boca.

Una vez erguido y haciendo caso omiso a los monjes, que trataban de recostarlo de nuevo, comenzó a vestirse. Cada prensa desataba un millar de punzadas de dolor en todo su ser. Desde los pies hasta la cabeza no había un solo centímetro que no le doliera. Una vez vestido se ajustó la espada al cinto y salió por la puerta todo lo rápido que su estado le permitía.

Allí se encontraba, sentado sobre aquel árbol, observando la ventana que daba al interior de la casa. Dentro había muchas personas, moviéndose, probablemente bailando. Alegres, despreocupadas, inconscientes. Su mirada iba de una persona a otra, buscando entre la multitud a quien no quería ver y a quien en el fondo no podía evitar. Allí estaba ella, siempre en su mundo, ajena totalmente a él. Parecía contenta, por lo que él se permitió esbozar una media sonrisa que cualquiera hubiera confundido con una mueca de dolor. Sus miradas se cruzaron en un instante que explotó como si una infinidad de segundos hubieran recorrido el espacio entre ellos en lo que dura un abrir y cerrar de ojos. Recuerdos bonitos, recuerdos tristes, confusos, siempre confusos. Dolorosos en definitiva.

Celtar dio media vuelta. Era hora de olvidar. Aquello no le pertenecía. Eran otros los que tenían que estaban destinados a ser felices, sin preocupaciones. A él e correspondía otro destino. Alzó la vista para enfrentar de nuevo a quién nunca había dejado de seguirle. La sombra seguía allí. Inmóvil tras tantos años. El momento había llegado. De la sombra comenzó a brotar la oscuridad y de la espada de Celtar una luz llameante. Volviendo una última vez la vista atrás Celtar se despidió en silencio y con un paso al frente se abalanzó sobre su destino. Sobre el inevitable final.

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