martes, 12 de marzo de 2013

Música


   Y al tiempo en que me acunaba el rítmico sonido de los tambores me dejaba envolver por las fluidas melodías de los violines dejando que una gaita, de vez en cuando, me dejara sin aliento. Poco a poco, según cerraba los ojos, iba viendo cada vez más nítidas a mi alrededor figuras que danzaban al son de la música que ahora parecía inundarlo todo. Como si la alegre melodía quisiera abarcar todo el vacío del silencio y apartarme de mi mundo.

   De pronto me vi corriendo entre aquellas figuras que bailaban. Los violines sonaban cada vez más rápidos y el verde se extendía ante mí. Un verde brillante e intenso irradiado por la hierba que, todavía húmeda por el rocío de la mañana, acariciaba mis pies descalzos. Corría sin saber a donde me dirigía, como si nada más importase. Cuanto más corría más rápido sonaba la música. A ambos lados podía ver como se sucedían varias casas pequeñas, redondas y de piedra. En ellas gentes sencillas se ocupaban de sus quehaceres con una sonrisa y tarareando la misma melodía que a mí me envolvía.

   Más adelante vi jinetes y corrí a su lado. Podía alcanzarlos sin esfuerzo, siguiendo su veloz galope. Me saludaron amistosamente alzando sus espadas al cielo al verme pasar.Corrí junto a ellos un rato, colina arriba y colina abajo. No teníamos un destino, solo queríamos sentir el viento en la cara. La música corría con nosotros, siguiéndonos el paso y envolviéndonos con sus notas. Mis compañeros de viaje me eran completamente desconocidos pero en el fondo sentía que los conocía bien. No pude distinguir sus rostros pero sí recuerdo que conectamos con una profunda empatía. No podría decir cuanto corrí con ellos pero ni el hambre ni el cansancio me afectaban. Solo importaba correr, correr y no perder una sola nota de aquella música maravillosa.

   Nos detuvimos en lo alto de una colina desde la que se divisaba un valle. Nos quedamos en silencio  observando. La música había desaparecido. En su lugar solo se oían unas débiles campanas que retumbaban en todo el valle. Ante nosotros teníamos un mar de personas, caminando hacia el horizonte. Caminaban en silencio, cientos, tal vez miles. Hombres, mujeres, niños, ancianos... Caminaban mirando al frente, dirigiéndose hacía el rojizo sol de la tarde como una marea infinita. No podía saber de donde venían pues se extendían más allá de las colinas más distantes. Mis compañeros jinetes descendieron lentamente hacia el grupo de personas y, cuando me di cuenta, se habían mezclado con ellas. Había decenas de jinetes, todos armados pero no para la guerra, sino de gala.

   Decidí continuar junto a aquellas gentes en el mismo momento que las campanas, antes lejanas, se volvían cada vez más fuertes. El sonido de un tambor confortó rápidamente mi corazón mientras que la melodía de una flauta comenzaba a acompañar nuestra marcha. Caminamos largo tiempo y yo fui acercándome hacia la cabecera de aquella marcha solemne. Por fin pude ver nuestro destino: un círculo de piedras.

   Entre aquellos milenarios pilares de roca, toscamente tallados se levantaba un pequeño altar con unas cuantas velas y hierbas. Junto a él un hombre anciano esperaba impasible nuestra llegada. Conforme nos acercábamos pude ver que, detrás del círculo, se extendía el inmenso mar. De color verde oscuro el océano reflejaba los últimos rayos del sol que teñían el cielo de un rojo tenue.

   Al llegar al círculo la gente se detuvo. Quietos, en silencio, esperaban algo. La música se había vuelto dulce y suave. Arrullaba los corazones y tranquilizaba el espíritu. En silencio esperamos allí un tiempo que no puedo expresar. Finalmente el anciano señaló al cielo. La Luna acababa de hacer su aparición. Un grito de júbilo estalló entre la multitud en un idioma que no identifiqué. Un estruendo, nacido de la unión de todas sus voces sacudió la tierra. Y entonces vi las sonrisas de felicidad de sus rostros. Bastaron unos segundos para que aquellas buenas gentes comenzaran a abrir barriles de cerveza mientras los violines volvían a sonar animados y alegres. Para cuando me di cuenta me encontraba rodeado de gentes bailando en torno a improvisadas hogueras. Contaban historias, cantaban canciones y reían como si nada en el mundo pudiera hacerles algún mal. Una preciosa muchacha nos deslumbraba con su ágil danza mientras su pelo rubio se agitaba contra el viento.

   Y en medio de aquella celebración topé con sus ojos. El anciano me miraba fijamente, quieto, en el círculo de piedras. Le devolví la mirada y en sus ojos negros creí ver el auténtico vacío. Pero las llamas de los centenares de hogueras a mi espalda también se reflejaba en aquellos ojos oscuros. Entonce noté que la música estaba saliendo de mi interior. Yo era la música. Y entonces lo entendí.



No hay comentarios:

Publicar un comentario