sábado, 19 de marzo de 2011

Arbellas

Alcé mi espada al cielo mientas observaba a mi alrededor el brillo de otros tantos hierros que se alzaban y recibían la bendición solar del divino Apolo y resplandecían formando una sinfonía de luz que bañaba el metal bruñido de nuestros escudos y corazas. En ese momento gire mi cabeza para dirigir mi visión hacia el hombre que comenzaba a alzar la voz. Sus palabras eran ininteligibles para mí pues él aún se hallaba muy lejos de mi posición pero ya podía imaginar que diría cuando pasara a lomos de su caballo negro junto a nuestro batallón. Hablaba de libertad, pero esta ya había quedado lejos, conquistada tiempo atrás en las costas de Frigia y Cilicia. Ahora prefería escuchar cómo nos hablaba del mundo que se abría ante nosotros, la puerta de un vasto territorio desconocido para todos nosotros.
Poco a poco voy comprendiendo sus palabras y  escucho como habla de derrotar a los bárbaros y conquistar su imperio y mencionar tierras lejanas, con las que hasta entonces solo  podía soñar, la India y más allá. De inmediato los ojos de aquel hombre, que resplandece como una ardiente divinidad con la luz de la mañana, se cruzan con los míos y una chispa brota en mi interior y me enardece, siento como que él sabe quién soy y que estoy dispuesto a entregar mi vida por él. A mi alrededor oigo a mis compañeros que golpean con furia y orgullo sus escudos con las lanzas mientras corean al unísono el mismo nombre, un nombre que con tanta fuerza que podía hacer derribar montañas. Alexandros! En ese momento siento un fuego en mi interior que me habría impulsado a lanzarme contra la multitud de persas que, amenazantes, se presentan ante nosotros en esta llanura que llaman Gaugamela.

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